Cuentos y poemas

Cornelio y Cornévalo (Cuento)

A mi abuelo Luis Gonzalo.

Era el día de la Virgen, de alguna Virgen, y yo estaba aburrida. Tan aburrida que me puse a comer rastrojo en el solar, aunque sabía que no debía porque luego andaba llorando por el dolor de barriga. ¿Qué más iba a hacer si no tenía muñecas? Tenía una hermana que parecía una, pero no me servía porque no tenía pelo y qué gracia una muñeca sin pelo. Además, se podía dañar definitivamente si la dejaba caer. Siempre había un bebé nuevo en la casa y mi mamá estaba muy ocupada dándole de comer o lavando los pañales como para ponerse a quitarme el aburrimiento.

En el piso me encontré un tronquito para jugar al caballo. Como era muy pequeño apenas podía ser el potro de la muñeca que no tenía, pero me inventé que estaba perdido y que por eso no llevaba jinete. En esas me di cuenta de que mi papá me estaba viendo desde la puerta. Tenía ganas de reírse, se le notaba en los labios apretados, pero por respeto se estaba aguantando. Yo no esperaba que viniera tan pronto. Con la luz del día noté que sus ojos eran claritos como el río. Lo veía casi siempre de noche, cuando regresaba de la estación del tren donde trabajaba cargando bultos de comida para otra gente.

Me le tiré encima gritando ¡Cornelio, Cornelio! Me gustaba llamarlo por su nombre porque se me hacía más personal, más de los dos. Cualquiera podía tener papá, pero yo tenía a un Cornelio que me alzaba y me daba vueltas en el solar. Hicimos tanto escándalo que despertamos a la bebé y mi mamá nos mandó a comprar panela. Esa era su forma de decirnos que nos fuéramos por las buenas.

Como si supiera que estaba aburrida, mi papá me sentó en sus hombros para que jugáramos a montar a caballo. Yo ya estaba un poco grande para eso, pero quería aprovechar mientras él tuviera fuerzas y porque sabía que nunca iba a tener un caballo que montar porque costaba mucha plata.

Salimos a la calle y no había ni un alma. O bueno, estaba la perra a la que le sacábamos la leche con mis hermanos para hacer queso y la abuela de alguien tomando la siesta en una mecedora. Mi papá empezó a relinchar y a zapatear con una pierna. O una pata. Cornelio, ¿me puedo agarrar de tu pelo?, le pregunté. Movió la cabeza adelante y atrás para que jalara con confianza esos rizos que parecían fideos. Qué gusto me daba enredar mis dedos en su crin rojiza y oler su aroma a tierra húmeda.

¡Arre!, le ordené y Cornelio empezó a galopar despaciecito. Te voy a poner un nombre más de caballo, le susurré en la oreja. Cor… Cor… ¡Cornévalo! No había escuchado esa palabra, pero cuando la pronuncié me pareció que la conocía desde siempre. Cornévalo, como de cuerno, supuse. Cornévalo el unicornio.

Cornévalo, vamos al río. Cornévalo se fue al trote, atravesó la plaza, pasó por encima de la carrilera del tren, cruzó por el puente de las iguanas y bajó por una pendiente hasta llegar a la orilla del río. Le acaricié el cuello y se puso de rodillas para que yo me bajara. Tenía los hombros, digo, el lomo emparamado de sudor. Tomó agua y yo recogí piedritas. Me gustaba hacer de cuenta que eran fríjoles y que los cocinaba en una lata de leche vacía para darles de comer a mis hermanos y quitarles también el aburrimiento. Por entonces yo no contaba cuántos hermanos tenía. Simplemente sabía que eran muchos y que estaban en todas partes. Tal vez por ser la mayor, yo era la favorita de Cornévalo y solo a mí me dejaba subírmele al lomo y limpiarle las lágrimas cuando tenía un mal día de trabajo. Es que a los caballos los trataba muy mal la gente.

Se fue oscureciendo y a mí me cogió el miedo porque de noche venía el Animero. Era un señor que pasaba por las calles del pueblo pidiendo un padrenuestro por las benditas almas del Purgatorio. Yo no sabía dónde quedaba el Purgatorio, pero me imaginaba que era un lugar sin comida donde las almas se enflaquecían para poder entrar al Cielo bien ligeras.

Quería volverme a subir a Cornévalo porque desde arriba podía tocar los árboles y, si estaba de buenas, hasta robarme un mango de azúcar. Lo vi cansado. Le di unas palmaditas en el testuz y le dije que nos devolviéramos caminando uno al lado del otro. Bajó su mirada de agua clara y resopló a manera de respuesta. Como estábamos juntos el regreso se me hizo corto, aunque pasaron años. Años en los que el río se secó hasta volverse un hilo brillante. Años en los que se me estiraron las piernas y a Cornévalo el andar se le puso lento.

Un día ya no dobló por el camino a casa, sino que siguió por la carrilera y yo no lo pude alcanzar. No me hizo caso cuando le grité que no se fuera, que no me dejara sola con tantos hermanos aburridos, que lo quería más que a nadie, más que a mi mamá, incluso más que a Dios, aunque dijeran que eso era pecado. Cornévalo se fue alejando hasta perderse entre la neblina. Lloré toda la noche, con lo larga que puede ser una noche. Lloré hasta que se me olvidó por qué lloraba o hasta que se me ocurrió que tal vez ese era el destino de un caballo cuando se hace viejo: volver a ser salvaje.

Algún día yo también aprendería a galopar con mis zancas largas y me iría entre las nubes hasta llegar a donde Cornelio y Cornévalo. Y no nos aburriríamos nunca más.

>>Este cuento obtuvo una mención de honor en el Premio Nacional de Literatura Infantil Pedrito Botero, 2021, y fue publicado en «Invitados al té y otros cuentos» 2022.

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