Cuentos y poemas · De libros y autores

Primer capítulo de «La Quitapenas»

I. Las dos hermanas

La hermana mayor empezó a pintar un cuadro.

Qué es, preguntó la hermana menor.

Es una despedida.

La niña no entendió, no entendería todavía, y se sentó a su lado, siguiendo con
sus ojos cada trazo. El pincel tenía cola de caballo, un caballo pequeñito,
caballo de palo. La hermana ajustaba con los dedos índice y pulgar las riendas
de su pincel, con apenas fuerzas suficientes para que este anduviera a paso
lento. No decía nada. Era justo ese silencio de quien estaba a punto de dar la
noticia que la niña no quería escuchar.

Cuando termine este lienzo me iré de la casa, confesó la grande.

La pequeña alzó los hombros.

¿Y a qué horas vuelves?, respondió sin darle tanta importancia.

Escúchame bien Ratoncito, continuó la mayor, que no le decía por su nombre sino por el de un animal, siempre distinto. Me iré a pintar a otro país y no sé cuándo vaya a regresar.

La lluvia golpeaba la ventana como diciendo déjenme
entrar, déjenme entrar.
Tal vez ellas no se dieron cuenta, pero yo sí
porque ya estaba ahí. Pero esta historia no se trata de mí, sino de las
hermanas que igual habrían sido hermanas así hablaran en otro idioma o vivieran
en épocas distintas, una dibujando mamuts en las cuevas y la otra cazando
meteoritos desde una base lunar.

Mis papás no te van a dejar, la enfrentó Ratoncito.

No tengo que pedirles permiso, respondió la otra, y volvió al cuadro.

Apenas había pintado una silueta dorada. Era una montaña. O quizá un animal. O la
letra eme. ¿Quién pintaría una letra eme?

No te pongas brava, susurró la mayor más para el cuadro que para la niña. Sonríe como sonríes cuando regresas del jardín.

Cuando la niña regresaba del jardín, y esto no lo vi pero ella me lo contó, la hermana
la recibía en la puerta de la casa y la alzaba y le daba vueltas y las cosas
salían volando. La maleta, la lonchera, los zapatos, el moño plateado. Ellas se
quedaban dando vueltas, vivas de la risa, sin que nada les pesara.

No se ve nada, ¿qué pintas?, sonrió un poco entonces, pero con un gesto triste.

Para que lo veas, tendré que contarte una historia, la historia de La Quitapenas.


Eran dos hermanas,

habían nacido del mismo fruto de higo.

Una nació ya siendo grande

y la otra

siendo pequeña.



No tienes que decirme mentiras, ya sé de dónde venimos y no es de una fruta, reclamó
la niña.

No es una mentira, es una leyenda y verás cómo las leyendas son muy ciertas. Ten paciencia, Ratoncito.


Eran dos hermanas,

y nadie más que dos
hermanas.


El resto había desaparecido.

Los higos más dulces se habían secado.

Eran los higos,

sus hojas,

que apaciguaban a los toros

a los cuervos

a las hienas,

eran los higos,

                        sus
flores hacia dentro,

que entrañaban hijos

                                   de
los que cazan

                                   de
los que siembran

                                   de
los que tejen

                                   de
los que ríen

                                   de
los que sufren,

eran los higos,

                        sus
lechosos tallos,

que amamantaban a las hermanas:           

una grande

                                                           y la otra
pequeña.

                      


¿Qué iban a hacer tan solas y sin higos?, preguntó la niña.

No estaban tan solas, se tenían la una a la otra, aclaró la hermana.

La menor quería escuchar más, pero la mayor estaba cansada. Aquella noche era
suficiente con el bosquejo de la obra y de la historia.

El bosquejo de la despedida.


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